sábado, 27 de septiembre de 2025

Nikola Tesla: el hombre que encendió el futuro

Nikola Tesla junto a su bobina y un fondo de rayos eléctricos
Nikola Tesla, frente a su tormenta privada
Un rayo azul congelado en la pared. Tesla sentado, inmóvil, como si esperara que alguien le devolviera la chispa que el tiempo le robó.

La exposición en Cuenca no es el desfile de vitrinas y paneles que yo sospechaba. Ni publicidad encubierta de coches eléctricos. Es otra cosa: un relato. Tesla entra en la sala como lo que fue: un hombre que iluminó ciudades y terminó rodeado de palomas.

Nació en 1856 en Smiljan, en pleno Imperio Austro-húngaro, durante una tormenta. La comadrona sentenció: "Hijo de la oscuridad". La madre corrigió: "Será hijo de la luz". Y acertó. Ella no sabía leer ni escribir, pero inventaba utensilios de cocina, telares manuales y artefactos domésticos. Tesla siempre reconoció que de ella heredó el ingenio; de su padre, sacerdote ortodoxo, la pasión retórica. Entre ambos, la tragedia: un hermano mayor, niño prodigio, muerto en un accidente a caballo. Tesla creció bajo esa sombra.    

A los tres años, acariciando a su gato vio saltar chispas que crepitaban en la penumbra. "Es lo mismo que pasa en el cielo durante una tormenta", le explicó su padre. Tesla se preguntó si el universo entero no sería un enorme gato cósmico y quién estaría frotándole el lomo. Para él la respuesta era obvia: Dios. El resto de su vida fue un intento de traducir esos arañazos divinos en fórmulas eléctricas.

Tesla en Budapest dibujando en el suelo el principio de la bobina
Tesla garabatea en el suelo el germen de la corriente alterna
Budapest, 1882. En un paseo con su amigo Anthony Szigety, mientras recitaba a Goethe, le vino la inspiración: el principio del campo magnético giratorio. Con un bastón, dibujó en la arena el esquema que más tarde se transformaría en el motor de corriente alterna. Poesía y técnica, juntas, pariendo un invento que movería fábricas y ciudades.

Tesla llega a Nueva York en 1884 con una carta de recomendación y apenas dinero en los bolsillos
América era la tierra de las oportunidades... y de las primeras decepciones
 Tres años después desembarcó en Nueva York con una carta de recomendación para Thomas Alva Edison. El texto decía, con guasa: "Conozco a dos grandes hombres. Uno es usted. El otro es el portador de esta carta". Tesla entró a trabajar en su taller, mejoró sus dinamos y pidió los 50.000 dólares prometidos. Edison rio: "Usted no entiende el humor americano". Y tenía razón: Tesla jamás entendió los chistes que se cuentan con la cartera. La enemistad estaba servida.

De ahí nació la Guerra de las Corrientes. Edison defendía la continua; Tesla, la alterna. Edison se dedicó a electrocutar animales y a promover la primera silla eléctrica para asociar la alterna con la muerte. Propaganda disfrazada de ciencia. 

 

Central hidroléctrica del Niágara, victoria técnica e irreversible
Cataratas del Niágara, triunfo práctico e industrial definitivo 
Tesla y Westinghouse respondieron con elegancia: Chicago, 1893. Una ciudad entera iluminada de noche por corriente alterna. Después, Niágara: una central hidroeléctrica capaz de transmitir energía a 32 kilómetros de distancia, algo impensable. La continua de Edison apenas alcanzaba uno. Fin de la discusión. Edison quedó en penumbra.

Placa de 1899 fabricada por la Westinghouse Electric para la Niagara Falls Power Company, con las patentes de Nikola Tesla grabadas
Placa  con las patentes de Tesla, 1899

Pero Tesla no se conformaba con ganar batallas. En 1898 presentó en Madison Square Garden un barco teledirigido por radio. El público lo llamó brujería. En Colorado Springs domesticó rayos de doce millones de voltios y posó sentado bajo ellos como si fueran lámparas de salón. Ciencia como espectáculo, pero también manifiesto de futuro.   

La exposición concentra su genio en tres hitos: 


El huevo de Colón.
Un huevo metálico girando sobre una base imantada. Truco de feria, sí, pero nadie volvió a dudar de cómo funcionaba un motor de inducción. Genio y pedagogo.

Bobina de Tesla en una sala de la exposición, con paneles explicativos
Bobina de Tesla 
La bobina de Tesla.  Un monstruo lanzando relámpagos en todas direcciones. Laboratorio y teatro a la
vez. La electricidad como luz, pero también como asombro y miedo.

Entre sus obsesiones estaba la luz. No solo la que domaba en forma de relámpagos artificiales, también los tubos de descarga que encendía sin cables, a distancia, como si fueran varitas mágicas. Era el preludio de lo que serían los fluorescentes y, con un poco de vulgarización comercial, los rótulos de neón. Tesla quería iluminar el mundo con una claridad casi mística; nosotros nos conformamos con la cruz verde de las farmacias parpadeando en cada esquina, y los letreros chillones de bingos y discotecas.

Torre Wardenclyffe construida en Long Island, Nueva York, por Tesla con financiación de J.P.Morgan, proyecto de transmisión inalámbrica de energía
La Torre Wardenclyffe, un mundo conectado sin cables

La Torre Wardenclyffe. 
Su delirio más hermoso: electricidad y comunicaciones sin cables, gratis para todos. En teoría viable, en la práctica una ruina. Morgan retiró su apoyo económico y la torre cayó en 1917. El sueño se hundió con ella. Hoy vivimos rodeados de antenas y rúteres, pero nadie recuerda que todo empezó con aquel loco sin un céntimo.

El catálogo de rarezas y genialidades es interminable: más de 280 patentes en 26 países, memoria fotográfica, ocho idiomas, cálculos mentales que sustituían planos. Diseñaba cada pieza en su cabeza y funcionaba a la primera. Y, sin embargo, terminó arruinado, maniático con el número tres, incapaz de soportar las perlas y rodeado de palomas en un hotel de Nueva York. Murió en 1943, en la habitación 3327 del New Yorker Hotel.

Portada de la sentencia del Tribunal Supremo de EE.UU. en el caso `Marconi Wireless Telegraph Co.v. United States (21 junio 1943), donde se reconoció que las patentes que usó Marconi ya estaban anticipadas por Tesla, Lodge y Stone.
Sentencia del Tribunal Supremo de EE.UU., 1943                      

Meses después, el Tribunal Supremo de Estados Unidos reconoció que Marconi le había robado patentes esenciales de la radio. Justicia póstuma, el consuelo de los cementerios.

La emoción está en los detalles: el niño que veía relámpagos en el lomo de su gato, el ingeniero que hizo de un huevo metálico la mejor clase de física, el soñador que quiso regalar electricidad al planeta.

Salí con la contradicción grabada: Tesla encendió el siglo XX, pero no supo encender su propia biografía. Hijo de sacerdote y madre inventora. Rival de Edison. Utópico incorregible.

Hoy el apellido Tesla suena más a unidad del sistema internacional o a coches eléctricos de Silicon Valley, que al hombre que se empeñó en darle luz al mundo. Ironías del tiempo: se recuerda el nombre, pero no siempre las proezas que lo hicieron digno de brillar. 

Nació en un mundo movido por vapor. Murió en otro movido por electricidad. Entre medias, cambió la historia. Y nosotros seguimos pagando la luz como si Edison hubiera ganado.

Cartel oficial de la exposición `Nikola Tesla. El genio de la electricidad moderna´, con imagen de Tesla en su laboratorio de Colorado Springs bajo descargas eléctricas
Cartel original de la Exposición
Dónde ver: "Nikola Tesla. El hombre que iluminó el mundo" - CaixaForum Cuenca, (Parque de San Julián) hasta el 15 de octubre de 2025 (visita gratuita con reserva).


miércoles, 10 de septiembre de 2025

La desaparición silenciosa de un símbolo cotidiano

Hace no mucho tiempo, bastaba con mirar a tu alrededor para adivinar qué llevaba la gente al cuello. Cruces, medallas, escapularios... se deslizaban por las camisas, los vestidos y aparecían en los escotes sin que nadie les diera la mayor importancia. Eran parte de lo cotidiano, algo nuestro cargado de fe, sentimiento, creencia. Algo antes tan habitual y normal como ver farolas por la calle u oler a pan recién horneado por la mañana. 

Cruces de madera y metal sobre encaje, símbolos religiosos tradicionales
Cruces que fueron compañía diaria, ahora relegadas a cajones y recuerdos

Hoy, en cambio, hay que fijarse mucho para encontrar a alguien que todavía los lleve. Quizás en lugares pequeños, poco contaminados, donde se mantiene la importancia de pertenencia al grupo para sobrevivir, podemos encontrarlos; o en aquellas familias que aún conservamos los valores cristianos y nos negamos a perder nuestra identidad y principios en un tiempo en el que el ataque al cristianismo y al catolicismo se hace desde todas las vertientes posibles, intentando convencernos de un falso laicismo. 

De repente, esas cruces, recuerdo del sacrificio que Cristo hizo por nosotros, que parecían indestructibles en su costumbre se han ido quedando en cajones y joyeros y solo algunos se rescatan en momentos de recogimiento y oración como Navidad y Semana Santa. Sí quedan los recuerdos: la medalla que regalaban en la Primera Comunión, la cruz de nácar heredada de la tatarabuela, el escapulario que acompañaba a todos lados como un elemento más de nuestro atuendo, el rosario de plata labrada que te regala tu abuela esos días tan importantes para un católico. Pero en la vida diaria, casi han desaparecido, salvo la honrosa excepción de la medida de la Virgen del Pilar en el espejo retrovisor de los coches.

Medalla de Comunión sobre la Biblia, recuerdo de infancia
 Medallas de comunión: un ritual que marcaba a generaciones enteras 

Lo curioso es que no hablamos de una moda pasajera. Durante décadas, incluso siglos, esas piezas eran mucho más que un adorno: eran declaración, pertenencia y hasta protección. La cruz al cuello no era solo signo de fe, era un gesto identitario, un recordatorio personal y un guiño de complicidad hacia los demás, al grupo. Como si lanzara el mensaje: "Aquí estoy, y soy de los tuyos".

 Que hoy cueste verlas en la calle dice mucho de cómo hemos cambiado. De cómo hemos dejado en un segundo, e incluso tercer plano (si no ha desaparecido) nuestra identidad como colectivo, como sociedad con arraigo e historia cristiana, y nos hemos ido intoxicando de todo aquello que considera esas muestras de identidad como algo arcaico, denostado, rancio e incluso insultante.                                                                                    

Tal vez sea la secularización, el desapego de las tradiciones religiosas. Tal vez sea la moda, que empuja hacia collares minimalistas, gargantillas de diseño o el eterno amuleto de temporada. También puede que sea por pudor mal entendido: mostrar símbolos claros de creencia o de grupo cristiano, ya no resultan cómodos en un entorno que se molesta y se ofende por verlos, y en el que toda esta muestra se considera, malientencionadamente, como algo que divide.

Recuerdo bien la sensación de recibir una de esas medallas de comunión, brillante, sencilla, hermosa, que lucías orgullosa por todo lo que significaba. Era un objeto con peso, con gran significado, aunque no se entendiera del todo en aquel momento. Formaba parte de crecer, de tener algo que te conectaba con la familia, a una historia mucho más larga que tú. Hoy pienso en esa pieza guardada y en cómo rara vez se ve luciendo en los cuellos de las nuevas generaciones. En general, los niños ya no llevan medallas salvo en la ceremonia misma, si acaso unos días más. Después quedan olvidadas en el joyero. En particular, algunos mantienen ese sentimiento de arraigo, creencia y llevan orgullosos su cruz, su escapulario. Ellos sienten esos principios, esa identidad, ese grupo con más fuerza. No les importa el qué dirán, ni dudan de lo que quieren. Aún mantienen esa inocencia de que por el propio instinto de supervivencia, nadie atacará lo que les hace grupo y por tanto menos vulnerables. 

Quizá lo más llamativo no sea la desaparición en sí de estas muestras de identidad, sino lo que revela sobre nuestro tiempo. Hemos cambiado símbolos por accesorios. Llevamos colgantes, sí, pero sin relato. Piedras, iniciales, diseños geométricos: bonitos, ligeros, intercambiables. Dicen algo de nosotros y de nuestro gusto estético, pero no reflejan raíz, historia, sentimiento, respeto. Nos definen menos y nos decoran más.

No estoy tratando de buscar la nostalgia fácil ni de idealizar el pasado. Tampoco reclamo el regreso de una costumbre porque sí. Pero hay un matiz de pérdida en todo esto. El día que empezamos a dejar de ver esas cruces y medallas al cuello, ese día, dejamos también de leer en el cuerpo de los demás un pedacito de su historia. Las personas se volvieron un poco más anónimas, más uniformes, como si hubieran decidido borrar un signo de identidad por miedo a destacar demasiado, por falta de valentía de defender una religión. Por cobardía ante el recuerdo del sacrificio de Cristo. Unos principios, unos valores que van más allá de la historia familiar. 

Colección de cruces y medallas antiguas en caja roja
Colecciones dormidas: símbolos que hablan de identidad y pertenencia, aunque ya no se luzcan

En el fondo, esas piezas auténticas dicen mucho más de lo que aparentan. Son gestos silenciosos que hablan por nosotros, que muestran algo personal. Y cuando un gesto se extingue, se lleva consigo una manera de reconocernos. Por eso mirar ahora una vieja medalla, una vieja cruz guardada en un cajón produce cierta sacudida: no es solo un trozo de metal, es la huella de una época en que los símbolos eran visibles, compartidos, inevitables, había sentimiento de comunidad, defensa de lo nuestro y reconocimiento de lo que Jesús hizo por nosotros.

Quizá lo curioso no sea que desaparezcan, que perdamos esa identidad y sentimiento comunitario. Que reneguemos de nuestras raíces porque nos hemos vuelto cómodos y en algún sentido cobardes. Que no tengamos agallas para defender nuestros principios y valores, más allá de modas o contaminaciones ideológicas. Lo curioso puede ser precisamente qué sustituye a estos símbolos. ¿Qué llevamos hoy al cuello que de verdad cuente quiénes somos y de dónde venimos?