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miércoles, 10 de septiembre de 2025

La desaparición silenciosa de un símbolo cotidiano

Hace no mucho tiempo, bastaba con mirar a tu alrededor para adivinar qué llevaba la gente al cuello. Cruces, medallas, escapularios... se deslizaban por las camisas, los vestidos y aparecían en los escotes sin que nadie les diera la mayor importancia. Eran parte de lo cotidiano, algo nuestro cargado de fe, sentimiento, creencia. Algo antes tan habitual y normal como ver farolas por la calle u oler a pan recién horneado por la mañana. 

Cruces de madera y metal sobre encaje, símbolos religiosos tradicionales 

Cruces que fueron compañía diaria, ahora relegadas a cajones y recuerdos 

Hoy, en cambio, hay que fijarse mucho para encontrar a alguien que todavía los lleve. Quizás en lugares pequeños, poco contaminados, donde se mantiene la importancia de pertenencia al grupo para sobrevivir, podemos encontrarlos; o en aquellas familias que aún conservamos los valores cristianos y nos negamos a perder nuestra identidad y principios en un tiempo en el que el ataque al cristianismo y al catolicismo se hace desde todas las vertientes posibles, intentando convencernos de un falso laicismo. 

De repente, esas cruces, recuerdo del sacrificio que Cristo hizo por nosotros, que parecían indestructibles en su costumbre se han ido quedando en cajones y joyeros y solo algunos se rescatan en momentos de recogimiento y oración como Navidad y Semana Santa. Sí quedan los recuerdos: la medalla que regalaban en la Primera Comunión, la cruz de nácar heredada de la bisabuela, el escapulario que acompañaba a todos lados como un elemento más de nuestro atuendo, el rosario de plata labrada que te regala tu abuela esos días tan importantes para un católico. Pero en la vida diaria, casi han desaparecido, salvo la honrosa excepción de la medida de la Virgen del Pilar en el espejo retrovisor de los coches.

Medalla de Comunión sobre la Biblia, recuerdo de infancia

Lo curioso es que no hablamos de una moda pasajera. Durante décadas, incluso siglos, esas piezas eran mucho más que un adorno: eran declaración, pertenencia y hasta protección. La cruz al cuello no era solo signo de fe, era un gesto identitario, un recordatorio personal y un guiño de complicidad hacia los demás, al grupo. Como si lanzara el mensaje: "Aquí estoy, y soy de los tuyos".

 

   Medallas de comunión: un ritual que marcaba a generaciones enteras 

Que hoy cueste verlas en la calle dice mucho de cómo hemos cambiado. De cómo hemos dejado en un segundo, e incluso tercer plano (si no ha desaparecido) nuestra identidad como colectivo, como sociedad con arraigo e historia cristiana, y nos hemos ido intoxicando de todo aquello que considera esas muestras de identidad como algo arcaico, denostado, rancio e incluso insultante.                                                                                    

Tal vez sea la secularización, el desapego de las tradiciones religiosas. Tal vez sea la moda, que empuja hacia collares minimalistas, gargantillas de diseño o el eterno amuleto de temporada. También puede que sea por pudor mal entendido: mostrar símbolos claros de creencia o de grupo cristiano, ya no resultan cómodos en un entorno que se molesta y se ofende por verlos, y en el que toda esta muestra se considera, malientencionadamente, como algo que divide.

Recuerdo bien la sensación de recibir una de esas medallas de comunión, brillante, sencilla, hermosa, que lucías orgullosa por todo lo que significaba. Era un objeto con peso, con gran significado, aunque no se entendiera del todo en aquel momento. Formaba parte de crecer, de tener algo que te conectaba con la familia, a una historia mucho más larga que tú. Hoy pienso en esa pieza guardada y en cómo rara vez se ve luciendo en los cuellos de las nuevas generaciones. En general, los niños ya no llevan medallas salvo en la ceremonia misma, si acaso unos días más. Después quedan olvidadas en el joyero. En particular, algunos mantienen ese sentimiento de arraigo, creencia y llevan orgullosos su cruz, su escapulario. Ellos sienten esos principios, esa identidad, ese grupo con más fuerza. No les importa el qué dirán, ni dudan de lo que quieren. Aún mantienen esa inocencia de que por el propio instinto de supervivencia, nadie atacará lo que les hace grupo y por tanto menos vulnerables. 

Quizá lo más llamativo no sea la desaparición en sí de estas muestras de identidad, sino lo que revela sobre nuestro tiempo. Hemos cambiado símbolos por accesorios. Llevamos colgantes, sí, pero sin relato. Piedras, iniciales, diseños geométricos: bonitos, ligeros, intercambiables. Dicen algo de nosotros y de nuestro gusto estético, pero no reflejan raíz, historia, sentimiento, respeto. Nos definen menos y nos decoran más.

No estoy tratando de buscar la nostalgia fácil ni de idealizar el pasado. Tampoco reclamo el regreso de una costumbre porque sí. Pero hay un matiz de pérdida en todo esto. El día que empezamos a dejar de ver esas cruces y medallas al cuello, ese día, dejamos también de leer en el cuerpo de los demás un pedacito de su historia. Las personas se volvieron un poco más anónimas, más uniformes, como si hubieran decidido borrar un signo de identidad por miedo a destacar demasiado, por falta de valentía de defender una religión. Por cobardía ante el recuerdo del sacrificio de Cristo. Unos principios, unos valores que van más allá de la historia familiar.

 

Colección de cruces y medallas antiguas en caja roja
Colecciones dormidas: símbolos que hablan de identidad y pertenencia, aunque ya no se luzcan

En el fondo, esas piezas auténticas dicen mucho más de lo que aparentan. Son gestos silenciosos que hablan por nosotros, que muestran algo personal. Y cuando un gesto se extingue, se lleva consigo una manera de reconocernos. Por eso mirar ahora una vieja medalla, una vieja cruz guardada en un cajón produce cierta sacudida: no es solo un trozo de metal, es la huella de una época en que los símbolos eran visibles, compartidos, inevitables, había sentimiento de comunidad, defensa de lo nuestro y reconocimiento de lo que Jesús hizo por nosotros.

Quizá lo curioso no sea que desaparezcan, que perdamos esa identidad y sentimiento comunitario. Que reneguemos de nuestras raíces porque nos hemos vuelto cómodos y en algún sentido cobardes. Que no tengamos agallas para defender nuestros principios y valores, más allá de modas o contaminaciones ideológicas. Lo curioso puede ser precisamente qué sustituye a estos símbolos. ¿Qué llevamos hoy al cuello que de verdad cuente quiénes somos y de dónde venimos?